miércoles, 18 de julio de 2007

Me miraba sensual, hipnótica, agresiva como debe hacerlo la muerte cuando se compadece de su víctima. Giraba y me rodeaba en círculos, cantando las odas a mi pronta desaparición, con risas vacúas de coreutas lejanos. Comprendí, entonces, que nadie me ayudaría y me resigné, pues mi hora ya había llegado.



Tuve que hacer un esfuerzo enorme para levantarme de ese sillón. Casi no puedo salir del departamento; todos dormían. Un solidario venció la inercia y me expulsó a la calle. Mierda que hacía frío a las siete.

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